OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI |
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"LA DERROTA", POR A. FADEIEV1
Las ediciones Europa-América, que nos han dado la mejor versión del extraordinario libro de John Reed Diez días que estremecieron el mundo y que anuncian una serie de escogidas traducciones, han publicado en español La Derrota de A. Fadeiev. Gorki decía no hace mucho en el primer Congreso de Escritores Campesinos: «En toda la historia de la humanidad no será posible encontrar una época parecida a estos últimos diez años, desde el punto de vista de resurgimiento creador de las grandes masas. ¿Quién no escribe entre nosotros? No hay profesión que no haya producido un escritor. Poseemos ya dos o tres docenas de escritores auténticos cuyas obras durarán y serán leídas durante muchos años. Tenemos obras maestras que no ceden en nada a las clásicas, aunque esta afirmación puede parecer atrevida». Nunca han seguido tan de cerca las editoriales españolas la producción literaria rusa. Por primera vez quizás una novela encuentra editor en español a los dos o tres años de su aparición en ruso. El remarcable muestrario de novelas de la nueva Rusia que tenemos traducidas al español no alcanza, sin embargo, a representar sino fragmentariamente algunos sectores de la literatura soviética. Al menos veinte de los autores citados en las crónicas de esta literatura como puntos imprescindibles de un buen itinerario, permanecen ignorados por el público hispano y también, en gran parte, por el público francés e italiano, a cuyas lenguas se traduce solícita y directamente las obras más importantes. Fadeiev, el autor de La Derrota, pertenece a uno de los equipos jóvenes de novelistas. No procede de la literatura profesional. Tiene sólo veintiocho años. Su juventud trascurrió en la Rusia oriental, donde Fadeiev, como mílite de la Revolución, se batió contra Kolchak, contra los japoneses y contra el atamán Simoniov, de 1918 a 1920. En 1921 asistió como delegado al décimo Congreso del Partido Bolchevique en Moscú. Su primer relato es de 1922-23; La Derrota de 1925-26. Esta novela es la historia de una de las patrullas revolucionarias que sostuvieron en Siberia la lucha contra la reacción. El heroísmo, la tenacidad de estos destacamentos explican la victoria de los Soviets en un territorio inmenso y primitivo sobre enemigos tan poderosos y abastecidos. La Revolución se apoyaba, en la Siberia, en las masas trabajadoras y, por eso, era invencible. Las masas carecían de una conciencia política clara. Pero de ella salieron estas partidas bizarras que mantuvieron a la Rusia oriental en armas y alerta contra Kolchak y la reacción. Nombres como Levinson, el caudillo de la montonera de La Derrota, representaban la fuerza y la inteligencia de esas masas; entendían y hablaban su lenguaje y les imprimían dirección y voluntad. La contra-revolución reclutaba sus cuadros en un estrato social disgregado e inestable, ligado a la vieja Rusia en disolución. Su ejército de mercenarios y aventureros estaba compuesto, en sus bases, de una soldadesca inconsciente. Mientras tanto, en las partidas revolucionarias, el caudillo y el soldado fraternizaban, animados por el mismo sentimiento. Cada montonera era una unidad orgánica, por cuyas venas circulaba la misma sangre. El soldado no se daba cuenta como el caudillo de los objetivos ni del sentido de la lucha. Pero reconocía en éste a su jefe propio, al hombre que sintiendo y pensando como él no podía engañarlo ni traicionarlo. Y la misma relación de cuerpo, de clase, existía entre la montonera y las masas obreras y campesinas. Las montoneras eran simplemente la parte más activa, batalladora y dinámica de las masas. Levinson, el admirable tipo de comandante rojo que Fadeiev nos presenta en su novela, es tal vez en toda la pequeña brigada el único hombre que con precisión comprendía la fuerza real de sus hombres y de su causa y que, por esto, podía tan eficazmente administrarla y dirigirla. «Tenía una fe profunda en la fuerza que los alentaba. Sabía que no era sólo el instinto de conservación el que los conducía, sino otro instinto no menos importante que éste, que pasaba desapercibido para una mirada superficial, y aun para la mayoría de ellos, pero por el cual todos los sufrimientos, hasta la misma muerte, se justificaban: era la meta final, sin la que ninguno de ellos hubiera ido voluntariamente a morir en las selvas de Ulajinsky. Pero sabía también que ese profundo instinto vivía en las personas bajo el peso de las innumerables necesidades de cada día, bajo las exigencias de cada personalidad pequeñita, pero viva». Levinson posee, como todo conductor, don espontáneo de psicólogo. No se preocupa de adoctrinar a su gente: sabe ser en todo instante su jefe, entrar hasta el fondo de sus almas con su mirada segura. Cuando en una aldea siberiana, se encuentra perdido entre el avance de los japoneses y las bandas de blancos, una orden del centro de relación de los destacamentos rojos se convierte en su única y decisiva norma: «hay que mantener unidades de combate». Esta frase resume para él toda la situación. Lo importante no es que su partida gane o pierda escaramuzas; lo importante es que dure. Su instinto certero se apropia de esta orden, la actúa, la sirve con energía milagrosa. Algunas decenas de unidades de combate como la de Levinson, castigadas, fugitivas, diezmadas, aseguran en la Siberia la victoria final sobre Kolchak, Simoniov y los japoneses. No hace falta sino resistir, persistir. La Revolución contaba en el territorio, temporalmente dominado por el terror blanco, con muchos Levinson. La patrulla de Levinson resiste, persiste, en medio de la tormenta contra-revolucionaria. Se abre paso, a través de las selvas y las estepas, hasta el valle de Tudo-Baku. Caen en los combates los mejores soldados. Mineros fuertes y duros, que se han aprestado instintivamente a defender la Revolución y en cada uno de los cuales está vivo aún el mujik. A Tudo-Baku llegan sólo, con Levinson a la cabeza, dieciocho hombres. Y entonces, por primera vez, este hombre sin desfallecimientos ni vacilaciones, aunque de ingente ternura, llora como Varia, la mujer que ha acompañado en su anónima proeza, en su ignota epopeya a esta falange de mineros. Mas con el valle su mirada tocaba un horizonte de esperanza. Y Levinson se recupera. El y sus 18 guerrilleros son la certidumbre de un recomienzo. En ellos la Revolución está. Levinson echó una vez más su mirada aún húmeda y brillante al cielo y a la tierra serena que daba pan y descanso a ésa de la lejanía y dejó de llorar: había que vivir y cumplir con su deber. NOTA:
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Publicado en Variedades: Lima,
25 de Diciembre de 1929.
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